Los que en las sombras solamente hablan en voz baja, son los que en plena luz pueden expresar lo más sabio y en ocasiones lo más sensato de lo que podría acontecer en ese momento. Viven en un refugio de grandes penas y alegrías que en un día, no conocieron. Sin embargo, hablan de la vida, de la pasión y el embrujo de la esperanza, basada en el sueño de lo imposible, inspirados en las vidas injustas, con el fin de hacer siempre lo mismo, lo bueno, lo malo y lo inconcluso…
Entonces, las costumbres se olvidan para dar paso a
las nuevas emociones, a las terribles conclusiones de una existencia sin
valores. Así se extravían en la vida porque no tienen un solo camino, no tienen
una esperanza en la nobleza del carácter sino en el constante cambio y no dan
la oportunidad al conocimiento o a la sabiduría. Pasa con los afectos, son
distintos porque se sigue el patrón de la perfección, de hacer todo con
etiquetas o viejas costumbres. Son los que no tienen el valor de ser diferentes
cayendo en el desgano y en la rutina, como si fueran una nube gris en medio del
firmamento azul…
Tal era lo que en ese entonces, la juventud pensaba.
Sin embargo, tres siluetas eran las de aquella noche. Eran André, Francisco y
Georgiano, los llamados "buenos amigos" en esta aventura extraña.
Figuras misteriosas se deslizaron sigilosamente sobre un antiguo lugar de
esparcimiento de la gente alegre de esa época: “La Pérgola”, un bar situado en
los techos del último piso de un vetusto edificio de ocho pisos en los
suburbios de Miraflores, donde anteriormente la sociedad miraflorina daba
rienda suelta a sus desvaríos. Era en los tiempos idos, luego de la infausta
guerra donde se valoraban la belleza, el glamour y la moda de lo absurdo. Eran
banalidades, compañeras inseparables del ser humano que se buscaban por las noches
para dar una salida a su vida disoluta y extravagante.
Estos jóvenes muchachos en comparación con la
realidad, eran diferentes pero semejantes en la osadía y desprecio por la vida
porque se encontraban con un disfraz fantasmal desde la cabeza hasta los pies
en una suerte de misterio. Como dije, era un antiguo edificio de ocho pisos y
de casi 30 metros de altura en una de las calles de la ciudad. Todos estaban en
silencio y en una sola fila, vestían con ropas viejas de color negro, un
maquillaje salvaje y zapatos oscuros, acaso muy aparentes para el momento en
una noche de pura adrenalina. Luego de subir hasta el último piso, tuvieron que
descender de un techo inseguro hacia otro que formaba el local. Nacía así un
desafío jalado de los cabellos protagonizado por motivos equivocados. El
objetivo, no era nada valioso y tan solo se arriesgaban por la antigüedad de
unos cristales finísimos de quién sabe dónde aparecieron. Después de todo, los
tomarían de un local oscuro, mal oliente y de una humedad tóxica que pintaba
este espacio tan lúgubre.
Ya en el interior, veían un tragaluz envuelto por
algunos orificios que antaño habrían servido como un juego de luces al lado de
un proscenio giratorio donde bailaban las grandes y bellas mujeronas del
momento. Solo que ahora se convirtieron en pálidos recuerdos que llenaron la
imaginación de los mozalbetes. Solo tenían entre sus manos el arma necesaria
para ellos, útil para los iniciados, un simple cortador de vidrio que fungía
como el arma letal para la victoria. A este "oficio", se sumaba la
mucha intuición y la no poca temeridad que ellos experimentaban en una
madrugada fría, por encima de los departamentos del edificio. Felizmente para
ellos en ese momento, no tenían un guardián nocturno.
Gozaban juntos del peligro, de lo mordaz y de lo
contradictorio. Era un tremendo riesgo en la oscuridad por las manos inexpertas
y nerviosas que cortaban por vez primera unos vidrios tan complicados
entremetidos en sus marcos. Pero a decir verdad, no les importaba nada en
realidad, autosuficientes como eran, no se apresuraron por el tiempo. El
mechero ardiente de kerosene daba cierta luz y hacía que vivieran en un
ambiente sórdido con el hablar muy quedo entre ellos porque tenían a los
vecinos que ahora dormían abajo de ellos.
Al fin, después de no grandes dificultades, en medio
de una tensa calma terminó la osada aventura. Desprendidos los cristales,
comenzó un nuevo problema ¿Cómo subirlos? Después de algunas cavilaciones, se
decidió por lo imposible. Lo más probable era que levantarlos sobre los casi
tres metros que los separaban del suelo, era pensar en una aparatosa caída al
vacío por el tragaluz siendo cortados en pedacitos por los vidrios pero lo
contrario, sería el premio al esfuerzo.
Todos se miraron las caras y se arriesgaron una vez
más poniendo las fuerzas combinadas dado que eran de diferentes contexturas
físicas. Esas planchas, se tuvieron que envolver con trapos viejos para luego
de trepar el dintel. Luego hicieron un esfuerzo coordinado y se pudo subir al
piso superior. Se logró a duras penas después de un gran susto y sea por la
perseverancia o la suerte, esas láminas de vidrio no sufrieron daño ni ellos
tampoco.
Después bajaron, uno en cada extremo y uno en el
medio. Las hojas de vidrio iban muy bien cubiertas así que siguieron por unas
escaleras de piedra pertenecientes al mismo edificio hacia los pisos
subsiguientes. Después de esto, los guardaron sigilosamente en una de las casas
de los protagonistas. Al amanecer, estos hermosos cristales terminaron en una
vidriería para hacer cuadros a unas hermosas postales muy añejas que pronto se
vendieron en las avenidas principales del distrito.
Los sobrevivientes todavía existen, son los
sinvergüenzas del "yo no fui" y
cuando recuerdan lo que hicieron, sonríen todavía satisfechos porque
experimentaron la eterna burla al destino. Sintieron que corrían por sus venas,
lo que era indecente hacer porque izaron la irresponsabilidad como bandera pero
terminaron en el recuerdo de una travesura irracional sin ningún problema.
Ellos menospreciaron su vida pero la ganaron otra vez
y seguramente tendrían que contarlo a su descendencia. Seguramente lo relatarán
como algo que pasó inadvertido, como la neblina que se va en la mañana, en una
noche que pudo ser la última, hace unos cuarenta y seis años...
Roque Puell López Lavalle