En las vacaciones del año 1968, el Parque Fátima de Chorrillos y las numerosas casas que existían alrededor, albergaban muchas historias. Antes de los trabajos de construcción en la nueva Urbanización, se contaba entre los jubilados del barrio, el paso de un río importante entre las chacras, maizales y los campos de cultivo que aun contaban con una incipiente ganadería. Para el tiempo transcurrido, ya existían las nuevas edificaciones y casonas. Yo vivía muy cerca de allí. Cuando éramos niños, mi prima y yo tomábamos leche pura de un establo que todavía existía en las inmediaciones donde nosotros vivíamos próximos a la Escuela Militar. Mi mamá siempre nos la traía de vez en cuando y hasta ahora recuerdo que nos daba también la nata que quedaba en la olla. Era la más rica y yo la veía azorado como ella nos servía en un tazón y nos la tomábamos toda, sin reparos, en un santiamén. ¡Qué tiempos!
En el barrio, tenía algunos amigos que nunca o casi nunca se les veía salir de su casa pero tampoco me buscaban para ir a jugar. No obstante, pude hacer amistad con niños de mi edad y algunos mayores que yo. Ellos vivían en casas muy modestas en el interior de un callejón y eran tan sencillas como solamente ellas podrían presentarse. Los vecinos de allí eran amables y emprendedores, pues muy temprano salían a trabajar para el sustento diario de sus hijos. Recuerdo también nuestros juegos, uno era el famoso trompo pero otro era el carro-patín hecho con nuestras propias manos. Dos maderas cruzadas, una pequeña y otra grande, un pabilo a los costados para alinear la dirección y cuatro rodajes bien entornillados colmados del buen aceite para poder correr rápidamente. Así se parecían a los bólidos de la Fórmula 1 y que bien pintados, parecían rugir en el asfalto.
No faltaron los que íbamos a la Bajada de los autos de la playa de Agua Dulce para conducir temerariamente empujados por nuestros copilotos a toda velocidad. Así nacieron las carreras y las competencias a ver quién de nosotros era el campeón. En aquél entonces, se arriesgaba la vida sin ningún premio, tan solo con el solemne orgullo de haber llegado primero con vítores y jolgorios.
Luego siguió la famosa "canga" que eran dos palos de escoba viejas, cortados en dos, uno largo y otro pequeño que quien levantaba el más corto y lo hacía volar más lejos, ganaba la competencia. Después venían las bolitas (canicas) de vidrio que se apostaban en el juego de los ñocos (hoyos) en la tierra. Se hacía entre varios y con más de una vuelta para sacar a los competidores, pobres las bolas lecheras y los bolones transparentes, eran los más quiñados pero también estas bolas lecheras, eran las más codiciadas. También estaba, el famoso trompo que solo bailaba y zumbaba al mejor tiro de nosotros pero en el juego de la "cocina", donde estaban solo los incautos e inexpertos, terminaban siendo los únicos maltratados porque sus trompos terminaban totalmente rotos y destrozados por los buenos jugadores.
Pero aquél deporte después de nuestro himno nacional, era el fútbol. En el parque adyacente a nuestras casas, jugábamos descalzos, entre las piedras y la tierra sin gras, a lo macho, al dolor que se aguantaba. Era la costumbre de hacerse hombre de esa manera y ninguna queja habría de demostrarse, para probar de verdad que lo éramos. Yo lo aprendí así, apretando mis dientes para que no me duela pero igual porque atrás quedó mi inocencia de jugar bien uniformado como hacíamos en el colegio cuando aquí, solo lo hacíamos vestidos con lo que teníamos puesto...
Luego caminábamos lejos para aprender a hacer buenas jugadas y ver los partidos de los mayores. Así llegábamos sudados y nos colábamos temerarios bajando de los cerros, a la famosa "Cancha de los Muertos", que era un pequeño Estadio lejos de nuestras casas. El nombre que se le daba, era por un viejo cementerio a la salida de un túnel donde antiguamente pasaba un tranvía. Se le llama todavía el túnel "La Herradura" porque atrás de ella existía una playa con el mismo nombre. Por allí quedaba también, la iglesia Sn. Pedro que desapareció por el terremoto en Mayo de 1970.
Ese lugar de muertos se había convertido en un curioso mini campo de pueblo porque allí se hacían los campeonatos de los buenos con equipos invitados de provincias y que venían a Lima para probar suerte. Se jugaba con el corazón, con garra, patadas, maromas y morisquetas amañadas, con la técnica aprendida del fútbol bravo y sin ningún remordimiento. Fueron momentos maravillosos para recordarlos toda una vida porque fueron los partidos que nos hicieron madurar.
En nuestro parque se vivía el partido, cada saque de esquina, cada centro tenía que llegar al gol. Éramos los menores porque jugábamos con los de diez y ocho años y casi veinte, cuando algunos de nosotros teníamos solo once años o doce. Nadie esperaba algo mejor que una celebración y de pronto, vino un encontrón. Dije, - foul mío - qué más da pero mi amigo y contrincante sufrió una pequeña fractura. No me lo dijeron abiertamente y solamente escuchaba rumores. Más adelante supe que me empezaron a decir el "rompe huesos", algo que jamás me enteré pero con el tiempo, mi amigo tuvo el valor de decirme que si lo había lastimado. Me dio mucha pena pero él estuvo con yeso y no pudo jugar una temporada pero seguimos siendo los amigos de muchos momentos porque nuevamente comenzaba el Campeonato de Fútbol y otra vez, en el gramado de nuestro barrio, empezábamos a jugar...
Pasaron algunos años y me tuve que mudar a otro lugar dejando toda mi aventura a la par que a mis amigos. Pero regresé y los busqué a todos después, cuando tenía 15 años no recuerdo, pero la mayoría habíamos crecido pero otros también, se mudaron. Nos abrazamos y nos contamos tantas historias porque me emocioné mucho al verlos de nuevo. Algunos después del colegio estudiaban, otros solo trabajan para traer pan para su casa. Esa tarde nos pareció corta y luego fuimos a ver nuestra cancha, en la que siendo niños íbamos a pelotear. Volvían la imágenes del juego, la euforia del momento y los gritos del arquero, jajaja, era por entonces volver a empezar de nuevo...
Me despedí otra vez de ellos y triste fue nuevamente la despedida en ese momento. Y testarudo yo, vuelvo luego de un año cumplido cuando me dio una corazonada en un momento dado. Encontré el lugar de siempre, el empedrado, el rincón del trompo, la esquina de la canga, casi todo pero mis amigos, los del callejón, ya no estaban como tampoco, ¡Oh ingrata sorpresa! sus hogares. Era el precio de la vida ingrata y de la niñez perdida. El recuerdo de esos días, dio lugar a mi melancolía, a mis crespos hechos por la sorpresa y por la desazón. Me dio tanta nostalgia, que el pesar en el silencio de mi alma me cargaba mucho porque ahora había solamente residencias. Ya eran otros los niños, otras eran las vidas y otros perros eran los que ladraban al desconocido...
Los que viven ahora nunca se enteraron que allí vivieron los palomillas de antes y los atrevidos del mañana. Entre los que recuerdo y los que estuvieron en mi mente aquella vez fueron "el pito", "el sacalagua", "el cholo" y entre ellos "el rompe huesos". Aquél que al pasar la vida haciéndose hombre y al encontrarse solo ahora, nunca los dejó de recordar...
Roque Puell López Lavalle
Escuchar: https://www.youtube.com/watch?v=LkuMRaTOOc4