sábado, 1 de agosto de 2020

El tecito



En la niñez, todos nos hemos enfermado más de una vez. ¿Quién no lo ha experimentado? ¿Quién no tuvo sarampión? ¿Resfriado? Yo lo creo. Pero fue interesante que a mí no me dieron las famosas paperas salvo hace algunos años donde si tuve los carrillos inflados y animosos semejantes al de un gran marino gordo y bonachón. Gracias a Dios no tuve consecuencias y después... no fue difícil superarlo.

Pero cuando era niño, un buen día caí con una gripe muy fuerte. La cama era de rigor, fungía como un refugio perfecto y las frazadas eran "para que no empeores" como decía mi madre formando parte del ritual para la cura del mal. Capturado así, ya no había otra solución pues los trapos sonados, los pañuelos mojados, la tos, la garganta inflamada y los mocos verdes, eran el quehacer de todos los días. En ese entonces, mi madre me daba la odiosa “antalgina” en gotas. Lo que yo no me di cuenta era que me la daba en la leche y para mí el sabor era sencillamente horrible pero iba acompañada siempre con algún panecillo que era de algún alivio, pero mi cara se arrugaba como si hubiese comido limón.

Pero era para mí "bien", como así lo creí entender a los 5 años y pude no sé como pude aguantarlo. Pero fue en peor la situación en las tardes cuando ya no había leche y me daban el famoso “té”. ¿Acaso éramos anglosajones? Y como no era mi bebida favorita, encima el sabor para mí no tenía sentido.  Era intomable en mi mundo pero los buenos ánimos de mi mamá, con eso de portarse como "soldadito" que aguantaba todo, no me quedaba otra más que obedecer. Pero yo sospeché que ese té tenía algo, yo lo sabía, intuía, presentía y todas la "ías" se conjugaban en mí ser existencial.

Tuve que tomar de emergencia acciones desesperadas, pues algo andaba mal. En mi entrenamiento de "soldadito" había aprendido a destaparme sin hacer ruido y salir de la cama casi inadvertido para espiar el mundo circundante. Ni corto ni perezoso bajé directamente en medias y en calzoncillos para engañar al enemigo y dirigirme hacia mi objetivo: La cocina de mamá… ¡Oh nooo! ¡Desilusiónnnnn! ¡Santas lucecitasssss! (Todavía no daban Batman en la tele) descubrí la fórmula secreta, un poco tarde eso sí pero la logré encontrar. Divisé al "enemigo" dejando las gotas de la innombrable, una por una después de haber contado algo de 18 en el transparente líquido de color madera… 

¿Tú que haces acá? ¡¡¡Debes estar en tu cama!!! Inquirió sorprendida mi madre con una voz amenazante al encontrarme en la cocina... Yo partí como el rayo hacia mi dormitorio negándome rotundamente a aceptar otra vez, la tortura de todos los días. 
Sin embargo, mi madre inteligente sobornó a mi ego conquistándome con algo más que un pan con mantequilla, tanto así, que no me pude negar. El "buen soldadito" dijo si esa vez aun en perjuicio suyo. Con delicado estoicismo felizmente sané a los pocos días y así nuevamente la alegría vino a mí para consolarme.¡¡La fiebre me había abandonado para siempre!!

Pero el daño ya estaba hecho, el "tecito" nunca más fue mi amigo ni en el más crudo invierno limeño. Quedé traumado para toda mi vida. Los estragos habían comenzado, era sólo cuestión de tiempo. Hoy en día, no lo puedo tomar porque cuando lo hago, el sabor de la antalgina viene a mi paladar para hacerme recordar mi horroroso pasado. Sudo frío e imágenes sombrías vienen a mi mente con un “por qué a mí”, sin ninguna respuesta…

Si me invitan a tomar lonche a una casa y me lo ofrecen, lo aceptaré porque leí a Carreño en su libro acerca de los buenos modales. Lo hago porque sé que me quieren y yo haría un esfuerzo sobrehumano para tomarlo pero con bocaditos ya que lo hicieron con todo cariño para mí. Sabrán comprender que podría pedir amablemente también antes o después, un cafecito que es más rico aún sin azúcar, por más que sea diabético…

Roque Puell López Lavalle