martes, 30 de marzo de 2021

Aquel verano




“Nuevas son cada mañana”, había escuchado decir a mi madre en un día soleado y prometedor en el comienzo de la semana. Ante mí se presentaban mis grandes desafíos, mis grandes logros o tal vez iba a conquistar algo que personalmente no sabía pero la misma rutina de siempre era necesaria y tenía que cumplirse.

Vivía en un barrio interesante, un lugar de intelectuales e inmigrantes de todas partes del mundo. En la actualidad, está muy visitado y es considerado por el turismo porque muestra sus playas, las avenidas, callecitas, parques y casonas, algunas del siglo XIX. Antaño se le llamó “Ciudad Heroica”, como el contiguo distrito de Barranco porque aquí se exaltó el heroísmo de todos sus habitantes en una guerra sangrienta frente a un invasor mejor preparado. Me refiero al distrito de Miraflores.

Pero hablaba de mi diario existir, si, otra vez tomaría el desayuno de siempre y mi madre ya me había llamado más de tres veces para que baje porque este ya se había servido. ¿Es que no entienden que hoy es un día muy importante para mí? Claro, disfrutaría por fin de mis vacaciones de fin de año y como yo era muy popular, mi celular no dejaba de sonar. Así que al terminar de hablar, bajé antes de que mi mamá suba con el famoso correctivo pues mi padre no estaba en esos momentos.

Tenía una hermanita menor que era muy hábil por sus berrinches porque conseguía casi todo de mis progenitores. Yo era parecido a ella solo que empleaba mis tácticas para otros fines más importantes según me lo podía imaginar. Así que lo mío, realmente era cuestión de tiempo. Había pensado para estas vacaciones, irme a las playas del sur. El verano era caluroso pero el mar era para nosotros lo máximo. Con mis amigos no parábamos de hacer planes, unos querían ir a los balnearios de arena, otros a los llamados de piedras, pero nadie ponía en duda nuestras motivaciones. Tuve que convencer a mi mamá porque ella temía por mí por ser un niño travieso, pero ella no podía encerrar a un espíritu libre y menos librarme de un deporte que hacía ratos había adoptado incluso para poder competir.

Por fin, ya estoy listo. En realidad fue un viaje muy entretenido y alegre. Fuimos con mis tres amigos y todas nuestras familias incluidas las ocurrencias de mi padre. Hasta el perro Cucki que era de nosotros, se unió a nuestras aventuras. En tanto, llegamos a la famosa playa Punta Rocas. Era de piedras amables y lisas, con una orilla increíblemente limpia y un mar cristalino. Quedaba al sur de Lima y lo bueno que teníamos era una casa muy amplia, con todas sus comodidades y todos estábamos felices porque al fin nuestros sueños, se hacían realidad. Mi madre nos acomodó, mi padre nos ayudó con nuestras tablas y mi hermana menor llevaba su mochila llena de muñecas pero se aseguró que nadie pretendiera rebuscar entre sus cosas.

Hugo, Paco y Luis fueron conmigo, amigos fieles que nunca olvidaré. Éramos compañeros inseparables de estudios y de travesuras. Por rarezas del destino, a todos nos gustaba “correr tabla”, palabra mágica en este deporte. Solo escuché alguna vez decir a mi padre la original frase porque de seguro él vivió la experiencia de sus tiempos. Yo quería en el fondo, emular a papá y no quería dejar de ir para demostrarle así, algunas de mis acrobacias más espectaculares. ¿Qué imaginativo verdad?

Mis amigos y yo éramos bien preparados para el surf porque siempre hacíamos deporte, éramos espigados, delgados, de tal forma que siempre gozábamos el devenir de las olas porque nos deslizábamos sobre ellas con un gozo indescriptible. Era todo un reto lo que hacíamos, las competencias entre nosotros no se hacían esperar y tampoco el placer de enfrentar al mar. Cada vez éramos más experimentados y por eso la estación era tan importante para algunos campeonatos que la Federación organizaba en estas fechas. Era imprescindible entonces, adiestrarnos mejor esperando que nunca termine la temporada.

Después de tanto loquerío, ya extendidas nuestras toallas en la arena después de poner la generosa resina a nuestras tablas, yo fui el primero ni corto ni perezoso para lanzarme a la aventura creyendo que los demás me seguirían pero me di con la desilusión que ninguno lo hizo. Yo enojado esperando la segunda ola, los veo acompañados de un grupo extraño y que seguramente habría venido de improviso porque no me percaté de ellos. No les tomé importancia y coroné mi hazaña con tres olas increíbles que me llevaron a la orilla.

Cuando fui de regreso, resulta que el famoso grupo reunido, se conformaba de cuatro lindas chicas de nuestra edad que estaban departiendo alegremente con mis compañeros medio quedados. Supe después que eran amigas de Paco, las que él había conocido el año pasado. Ellas sorprendidas de mi presencia, más que todo por venir con mis cabellos enmarañados quedaron boquiabiertas. Yo solo atiné a decir un hola seco y desconfiado. Paco se dio cuenta y sonriendo tratando de arreglar la situación. Me las presentó apurado diciendo sus nombres: Rita, Lupe, Ximena y Mariela. Yo tímido después de los besos del saludo, me quedé prendado de Mariela quien me llamó la atención por su sonrisa y sus ojos grandes. Felizmente, no se dio cuenta de la forma cómo me llamó la atención.

Su conversación se me hizo cálida. Era de hablar pausado pero de un contenido distinto. Yo era de variados comentarios porque podía intercambiar ideas muy peculiares. Lo interesante también era que ellas no solo disfrutaban de la playa, sino también surfeaban tan igual que nosotros. No en intensidad, pero si disfrutaban mucho del oleaje y de las competencias, que nosotros organizábamos. Pero mis compañeros nunca supieron nada de la atracción que tuve con Mariela. No quería quedar mal contándoles que me sentía un poco tímido en decirle cosas bonitas a ella pero yo pensaba que el tiempo que restaba era suficiente para ser feliz. Nunca dije nada, solo la miraba y mis palabras se trancaron para siempre.

El último día, porque ya en unas horas del día siguiente comenzaría ya la escuela, nos despedimos todos entre risas y abrazos. Pero para mí siempre existió Mariela, el resto no me importaba. En el final atardecer de un sol rojizo y hermoso, triste, me acerqué a su lado, cerré mis ojos e inmediatamente le di el beso más cálido y largo, acaso el último de aquél verano. Ella se tocó delicada la mejilla, tomó mis manos y mirándome tiernamente, me dijo suavemente: Adiós…

Creo que nunca me olvidaré de ese verano porque jamás ignoré su mirada y el beso de la despedida. Cuando llegué a casa me preguntaron si quería comer alguna merienda, pero yo les dije que no enfáticamente. Rápidamente entonces, subí a mi alcoba y cansado del viaje, me tendí bruscamente a lo ancho de mi cama mirando perdido al vacío pensando en  ella…

Pero las lágrimas rodaron por mis mejillas y simplemente, me quedé dormido…

Roque Puell López Lavalle